Por: BEATRIZ VANEGAS ATHÍAS
Tocar la pantalla era un imposible, para ello era necesario ser hombre y hombre con deseos de descargar la vejiga. Sólo ellos podían tentar la gigantesca imagen situada al lado del exclusivo orinal. Aquel baño inalcanzable para las mujeres, estaba justo a la derecha de la inmensa pared donde ocurría la vida a color, desaforada, y con final previsible.
Para la hija de la taquillera, la noche que pudo palpar la polvareda dejada por los caballos en los desiertos del oeste, fue una noche milagrosa. Aún hoy, una arritmia gozosa la agobia ante el recuerdo del prodigio palpado en la noche de la infancia.
El teatro Diana con su techo que dejaba caer luceros o chubascos, según el antojo atmosférico, era el templo donde fue posible saborear y oler la felicidad. Allí los ojos de una Medusa petrificando a diestra y siniestra. Allí el rojo atemorizante de los ambientes japoneses. Allí el amarillo del oeste y la furia del verbo y las manos de María Félix. Allí las lágrimas jugosas de Sarita Montiel. Allí el ocre de los atardeceres en que guerreros romanos hacían de la guerra la única manera de habitar el mundo.
Todo era posible en el Teatro Diana, hasta la desnudez que colmaba el aire de toda clase de befas y abucheos. Todo era posible, incluso rehacer la trama de la vida; rehacer, por ejemplo, el beso interrumpido por la cinta averiada, o la muerte detenida del bandido a la que sobrevenía de inmediato, las manos todopoderosas de “Mañe Mico” o tal vez ¿Alfredo?, corrigiendo la falla técnica.
Dice John J. Junieles que dijo Manuel Puig: Yo fui al cine y allí encontré una realidad que me gustó. Hubo un momento, no sé cómo sucedió, en que yo decidí que la realidad era esa ficción, y que la realidad del pueblo era una película de clase B que yo me había metido a ver por equivocación.
DEDICAR IMÁGENES
Y como me he pasado la mitad de la vida viendo cine y la otra, añorando ver más películas, estoy convencida que la vida debería ser como en el cine. Por eso me sorprendo en ocasiones dedicando imágenes antes que versos o canciones. Porque, qué es una dedicatoria sino, entregar un pedacito de vida, ofrecer, obsequiar una parte del ser. Y una no va por el mundo regalando de buenas a primeras su vida.
Se dice que los versos predilectos son en el fondo aquellos que deseamos haber escrito. Por eso se citan, se parafrasean, se dedican. En consecuencia: vale decir que las escenas preferidas de una película, son sin duda, las que hubiésemos querido vivir. Y es aquí donde la vida puede ser como en la pantalla gigante. Si yo evoco con sublime alegría el instante preciso en que Alfredo y Totó calman el hambre de ficciones a cientos de cinéfilos del Cinema Paradiso, ese momento único en que hay un mitin que clama por llorar, reir, rabiar, desilusionarse, enamorarse, si yo evoco esa bella imagen y luego la dedico, sin duda debo estar convencida que los relatos son la sal del mundo y que la palabra narrada debe estar al alcance de todos.
Creo con hondura que somos lo que leemos y lo que vemos en el cine. Por eso tengo por cierto que hay que enamorar con franqueza, pero con suma ternura como lo hace Guido, en La vida es bella: ¿a qué mujer no hace plena que cada mañana le digan: Buongiorno principessa y que el día sea sólo un pretexto para la risa, a pesar del cerco cotidiano que funda el dolor? O enamorar con creatividad, a punta de obsequiar campos repletos de girasoles, como hizo Edward Bloom en El gran pez. O hacer del amor una aventura tierna y libre en rituales cotidianos como los vividos por Karen y Denys en la inolvidable África mía.
Vivir como en el cine: con la templanza del rojo maestro Gregorio y la lealtad de Moncho en plena Guerra Civil. Con la tolerancia de Antonia cuya casa no tenía puertas pues a ella entraban todos y todas sin restricción de creencia o tendencia sexual. Con el orgullo gay de Horst que portó sin miedo el nefasto triángulo rosa que los nazis asignaron a los “torcidos” en los campos de concentración en el filme Bent. Con la esperanza de los Joad quienes en Las uvas de la ira reivindican el derecho de los campesinos a trabajar la tierra en medio de la década inmisericorde de la Gran Depresión estadounidense. O la dignidad del viejo violinista Plutarco quien en medio de la Guerra Sucia de México, no cede ante el chantaje militar y como un roble se dispone a morir de pie. Vivir como en el cine, hasta que caiga el telón y se acabe la música.
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